Hace meses que los santanderinos contemplamos atónitos la construcción de un enorme espigón en el corazón de la Ensenada de la Magdalena. Un gran muro se clava en la arena partiendo en dos el “marco incomparable”, como se ha llamado tantas veces, donde se inserta nuestra querida playa. Feroces excavadoras y voraces camiones arrojan grandes rocas que rompen el delicado equilibrio que naturaleza y hombre habían acordado a lo largo de los años, en un lugar que es imagen viva de algunos de los capítulos más relevantes de la historia de Santander.

La noticia corrió como la pólvora y muchos ciudadanos preocupados por la agresión se fueron organizando para, de manera ejemplarmente cívica, manifestar públicamente su rechazo a la destrucción del paisaje de la Magdalena. Un error histórico cuya pérdida pudiera ser irremediable.

Conscientes de la pérdida para el patrimonio de la ciudad, el sentimiento inicial fue de incredulidad e impotencia ante semejante barbaridad. No entendíamos porqué se consentía tal disparate, ni por qué quienes debieran velar por conservarlo eran los responsables de destruirlo. ¿Cuál era el problema que justificaba una medida tan brutal?. No había demanda ciudadana para un problema que nadie entendía, y no había pudor para imponer una solución que destruye lo que se pretende proteger. Las playas son sistemas vivos, cuyo perfil se restaura todos los veranos para que sea más cómodo para los bañistas, pero también la playa es un hecho natural, como un bosque o un río, y es su condición natural lo que tanto nos atrae y queremos seguir disfrutando. La reposición de las arenas es la manera de devolver cada año este equilibrio, un mantenimiento cuyos gastos asume el estado para todas las playas españolas que así lo solicitan.

La primera condición para tratar un paisaje tan singular es apreciarlo como merece. Resulta un verdadero lujo que un lugar así haya sobrevivido en plena ciudad. Podemos construir todos los espigones del mundo pero no podemos construir la naturaleza, simplemente hemos de evitar ser torpes, o suficientemente sabios, para no malograrlo. Solo tiene sentido aplicar aquellas soluciones que defienden el recurso. Si me han de curar un brazo, habrá que procurar hacerlo sin que haya que cortarlo. Por supuesto que así se acaba con el problema, pero es mi brazo y le tengo mucho aprecio. En nuestro caso, controlar la dinámica de la playa sin tener que plantar en medio dos enormes espigones.

Hay una pregunta fundamental: ¿es evitable?. Para conocer la respuesta se invitó en el Colegio de Arquitectos y el Ateneo a los mejores especialistas, pertenecientes al Instituto de Hidráulica Ambiental, la Demarcación de Costas, Instituto oceanográfico, profesores de universidad, y al ayuntamiento de Santander, que siempre ha disculpado su participación. Para nuestra sorpresa había numerosas alternativas y el traslado anual de arenas nunca se había descartado, e incluso se señala como una opción fácil y económica. Se habla de sus causas, pero no se buscan remitir para controlar la situación. El propio ingeniero responsable de la Demarcación de Costas habló de la importante afección paisajística de los espigones y que la alternativa elegida es la de mayor impacto paisajístico y medioambiental, pero que no tenía otro criterio que obedecer a lo indicado desde el Ministerio. Por otra parte, desde el ayuntamiento de Santander se insiste en asustar a los ciudadanos diciendo que hay que escoger entre espigones o quedarse sin playa, algo que a tenor de lo escuchado a los expertos, no es cierto en absoluto.

La conclusión es que hay alternativas mucho menos impactantes, o invisibles, y sin embargo se ha escogido la más dañina, decidido por informes técnicos que nadie ha tenido la cordura de contrastar. Lo indignante de todo este debate es que es posible conservar este paisaje, la playa y los valores de nuestra ciudad, y sin embargo se ha elegido todo lo contrario.

No es la falta de arena lo que justifica esta actuación, nunca la Magdalena, y Los Peligros especialmente, tuvieron tanta arena como en los últimos años. Cuando el mar mueve la arena en los temporales de invierno, se resuelve fácilmente trasladando las arenas de un lugar a otro de la playa, al igual que se hace en playas tan conocidas como Riazor en La Coruña o La Concha donostiarra, donde a nadie se le ocurre poner un espigón en medio de la playa, y porque es responsabilidad del Estado que asume el coste con absoluta normalidad.

En estos últimos días el ayuntamiento ha dado marcha atrás el MetroTUS, debido a la opinión ciudadana. Dicen sus responsables que quieren escuchar a la población porque “son los ciudadanos quienes hacen las ciudades, y no se puede gestionar una ciudad sin escucharles”. La participación ciudadana es índice de salud democrática y también de salud urbana. Desde el inicio de las obras de los espigones muchos ciudadanos piden que se reconsidere la actuación y que se eviten. Se aportan argumentos contrastados por expertos y especialistas, y por ciudadanos que defienden su patrimonio y entienden que daña lo más valioso de nuestra ciudad.

Equivocarse es humano, y rectificar a tiempo para evitar daños mayores es siempre una actitud ejemplar. De los errores debemos aprender para hacer las cosas mejor a partir de ahora.