Hablábamos en este mismo medio,  (16.09.2018), de la destrucción patrimonial consentida en la ciudad de Santander, de ese Patrimonio que se ha ido perdiendo directa o indirectamente por la mala gestión o desidia de los que debían protegerlo. Adelantábamos que ha sido este, un proceso que ha afectado a lo largo del último siglo, a toda nuestra Comunidad, y hoy queremos remover conciencias para con ello, intentar evitar nuevas pérdidas.

       Al mencionar las causas de esa merma citábamos algunas de las inevitables; el paso implacable del tiempo, el clima y sus consecuencias, muchas veces desastrosas; los conflictos bélicos; la despoblación y el desarraigo que sufren muchas zonas rurales; la desaparición del mayorazgo y con ello las herencias compartidas que dificultan el mantenimiento o venta del bien. El desarrollismo y la especulación urbanística han sido un verdadero azote durante muchos años, agravado y permitido por la ignorancia y la desidia de algunas autoridades locales sin sensibilidad hacia lo propio y lo común.

      Y esta es la más dolorosa, la favorecida por la impasibilidad de quienes deben proteger los bienes, con argumentos carentes de sentido común y enhebrados, en la mayoría de las ocasiones, desde intereses particulares: el bien se ha quedado pequeño o no es funcional y se derriba para hacer otro más moderno o más grande; no tiene uso y estorba; está en ruinas y constituye un peligro, o el desarrollo lo exige e, incluso, se alude a que tal ley obliga a derribarlo. Somos todavía un país destructor que cree que el desarrollo exige el sacrificio del pasado.

      Torrelavega, nuestra segunda ciudad, tan próxima y tan lejana, perdió en el siglo XIX parte de su Patrimonio; la Torre de la Vega, que dio nombre y origen a la ciudad y cuya destruccion en 1956, nunca debió consentirse. En 1936 se había derribado la antigua iglesia de Consolación (donde dicen descansaba Leonor de la Vega y algún Garcilaso), borrando así cualquier huella del linaje fundador de la ciudad. El chalet que para el doctor Argumosa diseña Leonardo Rucabado en 1915 se derriba en 1961 para levantar un convento carmelita. Edificios públicos tan significativos como el Teatro Principal y el Círculo de Recreo, fueron derribados en los años 70 o la casa Quijano que vio desaparecer sus arcos en plena Plaza Mayor, son algunos de los lamentables casos.

     Noja es ejemplo de desarrollismo salvaje que la desvirtuó, paisajística y patrimonialmente, Piélagos no ha sido menos y también Argoños y Colindres. Ramales perdió el histórico palacio de Revillagigedo, malherido con la guerra, y muerto del todo tras la más desvirtuadora rehabilitación imaginable. Es verdad, “eran otros tiempos”, pero debemos aprender de nuestros errores en el pasado. La huella que la fiebre del ladrillo dejó en la zona oriental de Cantabria, es ya imborrable. Guriezo, Ampuero y Limpias, han sufrido sus estragos. No hace mucho se derribó el puente que daba acceso a la casa de Cosme Albo, perdiendo el edificio una identidad tan solo recuperable para la memoria colectiva en antiguas fotografías; y en estos días, un grupo de ciudadanos se está movilizando para recuperar el barrio del Rivero, que amenaza con perderse para siempre. Justo frente a este, al otro lado de la ría, en Angustina (Voto), se yergue, cual monumento al despropósito, el destrozo de la Casa Pico de Velasco, la más antigua de toda Trasmiera.

            En el corazón de la histórica Junta de Voto, nada queda de Palacio del Barón de Rada, derribado para construir una urbanización de chalets que choca radicalmente con la arquitectura propia del lugar, cuna de la mejor cantería montañesa de nuestra Edad Moderna. Casi parece una burla haber dejado su antigua corralada con portalada y escudos, como tapia de tal chapuza urbanística.       

            El boom turístico de los años 60 y 70 provocó una transformación radical en Laredo, perdiendo buena parte de su elegante patrimonio edificado y una de sus señas de identidad. La abominación destructora del Puntal que se hizo en aquel auge del ladrillo y del cemento de los años cincuenta, parió aquellos edificios que alguien calificó alborozadamente como la skyline laredana. Se perdió la torre de Cachupín y la torre del Condestable pegada a la muralla, el castillo de Pedregal se transformó en una torre de cemento y, si nadie lo remedia, la casa-torre de Diego Cacho de la Sierra, en el barrio de Valverde, se llevara con su perdida parte importante de la historia de la villa pejina. La Puebla Vieja entera padece el abandono institucional.

            Santoña sufrió asimismo una importante pérdida de su patrimonio arquitectónico e industrial, testimonio de su actividad pesquera y conservera. La corporación municipal, que debiera velar por proteger los valores identitarios heredados, pretende mutilar el palacio de Chiloeches, declarado Bien de Interés Cultural, su edificio civil más relevante y de gran valor histórico-artístico. La pretensión de derribar una parte del mismo es atentar contra el derecho a la memoria colectiva cediendo ante los intereses especulativos más devastadores.

      Castro Urdiales, villa marinera con un riquísimo patrimonio ha sufrido irreversiblemente los efectos de la especulación, del desarrollismo y de la falta de sensibilidad hacia el territorio, en los años 70 se derriba la Casa de la Matra, la Estación de Ferrocarril y las Escuelas Públicas, las dos últimas diseñadas por el arquitecto municipal, Eladio Laredo. También desaparecieron, entre otros, el chalet Monte Olivete proyectado por Rucabado y el Teatro Argenta. En su lugar el ladrillo y el dinero despiadado y sin alma encontraron el mejor lugar para especular y la consecuencia se advierte en cuanto uno llega a ese lugar. Y puede que siga perdiendo aún más Patrimonio pues la Demarcación de Costas –servicio que debiera tal vez reflexionar ante el listado reciente de actuaciones tan preocupantes- insensible e indiferente a la opinión de la gente de la Cultura y de muchos castreños y cántabros, ha sentenciado al Hotel Miramar, memoria colectiva de sus gentes.

     La lista es muy larga y muchos de los que lean estas líneas podrán añadir pérdidas que solo perviven en sus recuerdos. No debemos repetir errores, debemos aprender de ellos. El progreso nunca estuvo reñido con el conservacionismo, con el respeto a lo heredado, se puede construir sin destruir. La pérdida patrimonial nos resta identidad como sociedad, habla de nuestra mala gestión y nos hace responsables de nuestra falta de compromiso con lo que levantaron nuestros antepasados. Pero sobre todo, nos culpabiliza de aniquilar poco a poco lo que pertenece a las generaciones venideras, a nuestros hijos, nuestros nietos…

 

Aurelio G-Riancho, Celestina Losada, Domingo Lastra, Digna Mercedes Fernández, Eva Guillermina Fernández, Esperanza Botella, Esther Sainz-Pardo, Lino Mantecón, Claudio Planás, Rosa Coterillo, Ana Lastra, José Ramón Díaz de Terán, Manolo Zúñiga, José María Cubría, Carmen Alonso, M L-Calderón, Fernando Vierna, Orestes Cendrero, Miguel de la Fuente, Juantxu Bazán, Antonio Bello, Jesús Ruiz, Ana Rubio, Javier Ceruti, Fernando Mantilla, María García-Guinea, Eloy Velázquez, Esperanza Botella, Javier R Carvajal, Marina Bolado, Juan Carlos Zubieta, Montse Martin-Saiz, María José G Acebo, Manuel G Alonso y Ramón Bohígas.