Los faros constituyen una parte importante del patrimonio de Cantabria. En el periodo de 1833 a 1930 fueron construidos un total de nueve: el más antiguo es el de Cabo Mayor que entró en servicio en 1839, su bella y extraordinaria estructura de piedra se eleva 30 metros sobre el nivel del suelo y 91 metros sobre el mar (su alcance es de 21 millas náuticas); el más joven es el de Ajo que se inauguró en 1930, posteriormente en 1980 se proyectó una nueva torre de hormigón armado de 15,7 metros de altura y a 71 metros sobre el nivel del mar (su alcance es de 17 millas) que se reinauguró en 1985.

El valor patrimonial de los faros se sustenta en sus valores funcionales (seguridad para la navegación), históricos, artísticos, constructivos, tecnológicos, económicos, sociales, culturales y paisajísticos. Estas singulares estructuras, cuyo alzado y ubicación en lugares estratégicos y excepcionales las convierten en hitos referenciales de primer orden, forman parte de la memoria ciudadana y personal.

La cualidad que distingue los faros es la luz que culmina su columna, pues se construyen para que su irradiación sea vista y a la vez para permitir la visión alrededor. Su mayor singularidad viene del despegue de la tierra, su decidido ascenso hacia el cielo y su aislamiento, ya que cuanto más alto y separado del suelo esté, mejor y más lejos difundirá su haz de luz, para salvaguarda de las vidas de los navegantes.

Los faros son bellos por sí mismos. La visita a estos esbeltos cilindros blancos que destacan sobre el verde de nuestros prados, el gris de los acantilados calizos y los fondos azulados o grisáceos del mar y las nubes, nos produce una inmensa paz y una gratificante experiencia, ¡que felicidad se siente al pasear por sus entornos!

Ahora parece que el faro de Ajo quiere pintarse con múltiples colores para que sea más alegre y dinámico ¿necesita nuestro faro esto? ¿necesita Cantabria esto? ¿el turismo culto y de calidad que queremos, aprecia estas actuaciones o huye de ellas? Por similares motivos, podríamos poner colorines a un puente, o a una iglesia, o a una casona, o a una cueva paleolítica; así, estarían “más a la moda”. ¿Es este el modelo que queremos para nuestra región?

El proyecto que se pretende supone un atentado no sólo contra la obra construida, también sobre el paisaje, la historia y las tradiciones, que hace entrever el mercantilismo y el populismo con el que las autoridades manejan y pervierten este patrimonio, esgrimiendo eslóganes exagerados hacia una Cantabria que dicen “infinita”, pero que acciones como estas vaciarían irremediablemente.

La carencia de conocimientos vuelve la acción desorientada e inevitablemente destructiva, y quedamos perplejos al ver cómo se disuelve este patrimonio en 72 colorines que contradicen el sentido de sus formas arquitectónicas y su nitidez en el paisaje. Sin entrar a valorar su intención pictórica, se encuentra esencialmente fuera de lugar. Un atentado hacia un patrimonio cada vez más escaso, cuyo valor artístico está inevitablemente asociado a la forma, material, color y relación con el paisaje, que acompaña a su función.

¿Cuánto resistirá la materia pictórica la constante y severa agresión de los espacios costeros, así como la más que probada desidia, indolencia y muda de pareceres inherentes a los cambios de criterio y de intereses meramente tácticos de los equipos de gobierno institucionales frente al patrimonio cultural? Cosa bien distinta es la admirable remodelación y resignificación del interior del Faro de Cabo Mayor en Santander.

Según recoge la prensa, se trata de una “primera atracción de un proyecto mayor en un enclave de locura”; efectivamente el cabo de Ajo es el más septentrional de la costa de Cantabria y uno de los más accidentados ¿queremos un parque temático ahí? ¿es esta actuación, compatible con lo especial, frágil y singular que es este privilegiado lugar, que es reconocido como “Zona de Especial Protección para las Aves”? ¿Aguantará este espacio costero la marabunta de gente que le llegará? ¡Pobres pueblos de Bareyo que perderán la calma!

Mario Vargas Llosa, nuestro premio Cervantes 1994 y Nobel 2010, en su obra “La civilización del espectáculo” nos alertaba del peligro de la banalización del patrimonio, de la dictadura del papanatismo, del deterioro cultural de nuestro tiempo -con frecuencia oculto tras la seductora máscara de “proyectos estrella”-, entre otros aspectos. Dejemos ya de prodigar la trivial y estéril “cultura del consumo” y practiquemos, de verdad, el consumo de la Cultura.

Entendemos que estas actuaciones pueden ser adecuadas en otros entornos y circunstancias, pero, por favor, dejemos tranquilo a nuestro patrimonio y respetemos el modo en que fue concebido. Ha servido e interesa a la sociedad, lo hemos conocido, admirado y disfrutado; no lo desvirtuemos, no lo abaratemos, no lo frivolicemos. Cuidemos nuestro patrimonio, costa y acantilados.

 

(*) Luis Villegas, Maricel Losada, Ramón Maruri, Esperanza Botella, Miguel de la Fuente,  Aurelio G Riancho, Domingo Lastra, Simón Marchan, Carmen Alonso, Esther Sainz-Pardo, María García-Guinea, Rosa Coterillo, Juantxu Bazán, Fernando Mantilla, Orestes Cendrero, Eva Fernández, María José G-Acebo, Mina Moro, Ana Lastra, Juan Carlos Zubieta, Virgilio F-Acebo, Karen Mazarrasa, Javier Gómez-Acebo, Lourdes Ortega, Alfonso Moure, Daniel Martínez Revuelta, Claudio Planás, Javier Marcos, Mercedes Fernández, Ignacio Lombillo, Jesús Ruiz, Javier R. Carvajal, Joaquín Mantilla, Fernando Abascal, Angela de Meer, Fernando Vierna, Ana Rubio.